Nunca fuimos ni tampoco seremos
de ese conjunto de mujeres normales, que se levantan a la mañana, se ponen
maquillaje, van a sus trabajos, almuerzan en horario, toman una copa con
amigos, que ponen a sus hijos en la cama a las 9 y reservan un sábado de cada
mes para ir a la peluquería.
Para el que lo entienda y para
los que no, una como vos o una como yo, siempre será esa que disfrute estar
dentro de unos pijamas cómodos sin reparar en horarios adecuados, será la que
despierte a las 3 de la madrugada con unas líneas escapando de la punta de la
lengua o del residuo del sueño, será la que sienta que conecta con el mundo
cuando se sienta en ese piso que contiene, será la que pretenda descuentos a
los desvalidos aunque no sea buen negocio.
Pero será también la compañera
que no te suelte la mano aunque ya no tenga fuerzas, la que te sacuda cuando
estés dormido en tu anestesia, la que te apuntale y te empuje cuando tus miedos
sean más grandes que tu fe.
Así, yo prefiero estas rarezas
que hacia afuera parecieran cosa de locos antes que la normalidad acabada de
las señoritas perfectas que no se piensan ni ayudan a los demás a pensarse.
Prefiero la rareza de espíritu, esa que nunca te deja quieta, que te obliga a
reinventarte a no conformarte.
Prefiero que nos quieran así,
locura de por medio, incomprendida, incontenida, inexplicable, porque si acaso
quieren cambiarme, un rato seré la que han querido dibujarme, pero cuando
vuelva a ser yo, seré más yo que antes.